Libertad auténtica: cuando la mente se desprende de lo inútil y de los miedos, cuando decide rechazar todos los apegos y los supuestos privilegios (estatus, poder, fama) que alimentan el ego hasta convertirlo en algo insufrible. Placeres del tener que nos atan o nos hacen caminar en círculos; malos placeres, diría Epicúreo. El buen placer, el que surge y se reafirma en el ser(Eckhart), es un júbilo consciente, que se elige y se conoce, que no nos toma por sorpresa. No es el instinto salvaje fuera de control sino una alegría auténtica, bella e inteligente. La libertad nos ayuda a seleccionar el placer y a transitar el camino que va del hedonismo (siempre bienvenido) a la vivencia de la felicidad (más extensiva y serena): el sumo bien, saber vivir en la sabiduría.
El agrado de uno mismo, sin culpas, pecados o castigos, radica en el descubrimiento de la autonomía. Aceptarse sin tantas guerras interiores, con menos “debería”, sin la presión de la tradición y la costumbre que asumimos pasivamente como un lastre. La genuina alegría comienza cuando somos capaces de pensar y sentir libremente, es decir, soltarnos sin melindres para quedar amañados en el núcleo duro de lo que verdaderamente somos, nuestra razón de ser, lo que no es negociable.
Siempre asociamos el placer a la obtención de reforzadores externos, pero nunca a su renuncia (la redención del “no”) ¿Libre para qué?: para todo y para nada, para regocijarse del propio “yo” que se descubre en un devenir abierto e independiente, un devenir que le permite cortar ataduras, sacudirse, rebelarse, vivir complacido y a la vez insubordinado, reconciliado con el paisaje y tan coherente como le permita su historia personal. La libertad humana no es un estado sino una función viva del universo que nunca termina de completarse, que se justifica a si misma para poder crear y crearse. Es una intención, un horizonte al que apunta la existencia para salvarse de la alienación y descubrir lo que es. Realismo y liberación van de la mano.
La libertad se valora cuando se pierde. Allí comprendemos que sin ella, nada tiene sentido. En la limitación física o psicológica se pierde la capacidad de pensar, la mente inmóvil esta sentenciada a la locura o la enajenación. Y no me refiero únicamente a estar de cuerpo presente tras las rejas, sino a la cárcel que construimos a partir de un sin número de creencias irracionales y esquemas maladaptativos con los que nos han educado. Un niño libre es un problema para al mayoría de los adultos, y si los niños son muchos, se necesita un colegio o alguna otra agencia de socialización.
Nelson Mandela, solo por poner un ejemplo, no estuvo preso “psicológicamente” mientras pagaba su condena, sus principios se mantuvieron cristalinos ¿Actitud libertaria?: sí, frente a los poderosos y el abuso del poder. Se me viene a la memoria Nazim Hikmet, poeta turco de principios del siglo pasado, que pasó la mayor parte de su vida en la cárcel debido a sus ideas revolucionarias. Cada una de sus poesías era la expresión de una mente indomable, siempre libre y digna. ¿Mandela y Hikmet, fueron privados de su libertad interior?: obviamente, no. El yo se regodea, se ama y se encuentra a sí mismo en la tarea del librepensador.
Quizás no estemos acostumbrados a ello o simplemente nos de temor considerar la posibilidad de ser tan libres como queramos ser, tal como decía Fromm. Sin embargo, la opción esta disponible, como un menú a la carta donde la variedad es tal que no sabemos qué comer ni por donde empezar. El placer por excelencia, el que nos viene dado por natura, es el que se origina en un ser que se sabe libre. El filósofo del hedonismo, Michel Onfray, expresa bellamente la idea del verdadero disfrute, tal como lo veían los antiguos: “”El placer define por tanto el goce de si mismo como una soberanía realizada, conquistada y radiante”. En otras palabras: la felicidad del quien ejerce su autonomía y se realiza en ella.